Florencia Cerra | Mamá de Elena
[dropcap]E[/dropcap] ste mes Elenita cumple seis años. Y si alguien me hubiera dicho cuando nació que iba a ser la más alta de su clase, yo no le hubiera creído.
Al nacer en la semana 31, Elena pesó un kilo. Ese día, el de su llegada a este mundo, la vida nos empujó sin que pudiésemos negarnos, a vivir a flor de piel el submundo de la “neo”. En este caso fue en el tan querido Hospital Austral.
Un mundo paralelo al real, como tantos otros por los que a veces nos vemos obligados a transitar.
Con sus propios códigos, sus sonidos, sus actores, sus luces y sus sombras.
La sala de Neonatología forma parte de esos submundos a los que nunca querríamos pertenecer.
Esos que nos hacen parar en el umbral de la puerta y resistirnos con todas nuestras fuerzas a entrar.
Pero que con el tiempo los hacemos nuestros a costa de sangre, sudor y lágrimas. Literal.
Cuando finalmente me zambullí, sin poder titubear, a surfear esa ola gigante, lo primero que sentí fue que sola no iba a poder. Sentí pánico.
Me senté frente a la Virgen en la capilla y le entregué todos mis miedos de madre. Ella sabía más que nadie por dónde se transita cuando se ve a un hijo en peligro.
Y a partir de ese instante en el que le confié y le entregué mi realidad, empezamos las tres a caminar juntas.
Camino intenso de aprendizaje y entrega
De 9 a 17 mi foco estaba en esa chiquita tan frágil y al mismo tiempo tan valiente que me esperaba en la sala de Neonatología.
Sacaba a mi beba, que no tenía ni un gramo de más, de su cunita y la ubicaba sobre mi pecho. En contacto con mi piel y con mis latidos. Con mi alma.
Tal como lo hacen las mamás canguros. Sabidurías de la naturaleza.
Y así estábamos todas esas horas. Conectadísimas. Yo le regalaba mi calor de madre, ella me enseñaba el valor de la lucha, la tenacidad, las ganas intensas de estar en esta vida.
Las horas se hacían eternas. Solas. Rodeadas de otras madres en la misma situación. Con todos los miedos, las dudas, la incertidumbre que tener un bebe prematuro puede generar.
La sensación de vacío que me envolvía cuando me volvía a casa dejándola en la cunita es casi indescriptible.
Mi cuerpo se iba. Mi alma se quedaba a cuidarla.
En casa me esperaban mis tres hijos y Nacho que me necesitaban entera. No tenía mucha posibilidad de tristeza.
Nuestra vida durante todo ese tiempo estuvo repleta de ángeles que nos cuidaron, que nos daban fuerzas… que no nos dejaban caer.
Agradecí la solidaridad cuando de repente me encontré con miles de manos desplegadas desinteresadamente sólo para mí, aportando corazón, oídos, comida, llevadas y traídas, cuidados…
Valoré la contención de todo aquel que con un abrazo, con una palabra, con un gesto mínimo me dio la fuerza para estar con toda mi presencia en el único lugar en que tenía que estar: ahí.
Pasamos en esa burbuja los 34 días más largos y más fructíferos de nuestras vidas… Juntas, unidas por un fuerte cordón brillante, por el que circulaba el amor único de madre-hija.
Hoy me doy cuenta de que ese cordón no se cortará jamás entre nosotras, como el de cualquier madre con su hija.
En esa sala, llena de ruidos raros y olores especiales, que aún hoy después de 6 años recuerdo con todos mis sentidos y con todas mis fuerzas, nos abrazamos juntas a la vida como nunca antes.
Aprendí lo que es el instinto de supervivencia cuando la vi tan diminuta respirando con tanto esfuerzo.
Unos años más tarde, hablando con mi cuñada que había terminado un curso acerca de los prematuros, sentí clarísimo lo milagrosa que es la vida. Todas las vidas. Pero en ese momento yo agradecía profundamente por esta. La de Elenita.
Claro… en esa charla caí en la cuenta de que el sistema nervioso central es lo último que madura cuando el bebe está en la panza de su mamá. Cuidadito. Guardado. Calentito. Y sale del horno en el momento en que está justo a punto.
Elena salió bastante antes por varias circunstancias. Y la bendición de poder tenerla todo el día adentro de mi pecho, imitando el “hábitat” en el que en realidad ella tendría que haber terminado de madurar, fue lo que hizo que ella ahora sea una chiquita como cualquier otra. Pasó todo ese tiempo más cerca de los latidos de mi corazón, a los que ella ya estaba acostumbrada, que de los ruidos y estímulos del medio ambiente. Escuchaba mi voz. Sentía mi olor, mi respiración.
Admiré profundamente la sabiduría de la naturaleza, de la concepción, de la vida.
Elena hoy es un torbellino de energía. No es para menos. Aprendió a desplegarla desde muy temprano para vivir, enfrentando una batalla inesperada. Batalla por la que aprendimos a agradecer y batalla que aprendimos a hacer nuestra.
Ese año sonaba Axel por todos lados celebrando la vida. Nacho y yo éramos testigos de que celebrarla todos los días es lo más sabio que podemos hacer.