¿Tengo que cuidar a los hijos de mi marido?

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Familias ensambladas

Algunas veces, tu historia de amor se construye sobre otra historia de amor. ¿Podré amar lo que él ha amado?, ¿es parte de él?

MARÍA CORNÚ LABAT | ABOGADA ESPECIALISTA EN FAMILIA | MCORNU@ESTUDIO-CORNULABAT.COM.AR

[dropcap]Ll[/dropcap]egó sorpresivamente ese viernes. A las 11 estaba en casa. Entró con su llave, saludó a su padre Manuel y a Celina, su mujer, y subió a su cuarto.
Manuel miró de reojo a Celina, quería ver la reacción de ella. Confirmar que de alguna manera su presencia la fastidiaba. Había un cierto clima de relax cuando Martita no estaba, los viernes a la noche eran  especialmente tranquilos, sabía que podía disfrutar de la intimidad con su mujer porque ella estaba dispuesta, tranquila, feliz. Y claro. Le costaba admitirlo, pero lo sabía.

Martita siempre partía a Lobos con la familia de Marcos, y no volvía hasta el lunes, dejaba sus cosas y se iba directo a trabajar. Así que los fines de semana eran felices. Cómo necesitaba esa calma, esos mimos, esa dedicación. Cómo necesitaba a su mujer. Sí, claro. Tenía derecho, era joven. Todavía sentía, todavía amaba, todavía tenía vida. No quería perder esta nueva oportunidad que se le presentaba. Cuando murió Ana, el mundo se había desmoronado, todo era caos. De pronto, volvía la calma, el orden, la armonía. Celina era tan buena, tan linda, tan alegre, tan generosa. Lo quería tanto. Había dejado todo por él.

Celina trató de disimular. Puso su mejor cara. Cómo le costaba… Sólo podía concentrarse en su ansiedad…¿Se habría decidido? ¿Por eso volvía a casa? ¿Quería contarle al padre que al fin había decidido irse? No, no podía pensar así. ¿Por qué quería tanto que se fuera? Porque era lo mejor para ella, sin dudas. Claro, quería lo mejor para esa chica. Ella la quería, claro que sí. Sólo tenían una relación difícil, nada más. Era una chica de 19 años, con muchas inquietudes… sí, eso.

Y en la cabeza le daba vueltas cómo tenía que
darles la noticia, cómo reaccionarían. Seguro
que se pondrían felices… Bah, ella.

Muy inquieta. Cómo va a rechazar el ofrecimiento de su padre de ir a Londres. A estudiar, a despejarse, a disfrutar, a pensar, a pasar un tiempo lejos. Eso le pasaba a Martita, necesitaba alejarse.

Alejarse de la tragedia que le había quitado a su madre. Alejarse de ese noviazgo asfixiante, de las peleas con los hermanos, del malestar en la casa, de los enojos de Manuel, de la discordia… y de ella. Sí, para qué engañarse.

No la quería cerca. En el fondo de su alma quería que se fuera… lejos. Lejos de Manuel. Sabía que lo único que interfería entre ellos, lo único que no la dejaba vivir plenamente este amor, era Martita.

Su presencia avasalladora, su personalidad cuestionadora, su constante rebeldía adolescente. Sabía que a pesar de las discusiones, los enojos, la falta de límites, Martita era para Manuel la luz de sus ojos. No le alcanzaba el amor de ella para consolarlo después de un desencuentro, el dolor de Martita le dolía a Manuel… y se interponía entre ellos. Y ella no podía hacer nada con su impotencia desbordante.

Nada más que ofrecerle a Martita desde su más empática postura esta oportunidad de vivir la vida. Ya lo había hecho ella. Le había ido bien. Habían sido unos años gloriosos. De independencia, de crecimiento, de apertura… Quién mejor que ella para aconsejarla. Se sentía con plena autoridad. Después de todo ella había pasado 18 años afuera… Qué difícil… Qué difícil enfrentarse con su más profundo yo al que no le podía escapar.

Martita era sin dudas la más difícil de los tres hijos de Manuel. La única que parecía no resignarse a la pérdida de la madre. La única que se oponía a que su padre rehiciera su vida. Los más chicos la recibieron felices. Eran más chicos, eran varones. Sin dudas les hacía bien ver a su papá contento. Y así debía ser. Su padre era tan joven, tenía la vida por delante. Por qué no estar contentos. Si ella lo quería, si lo acompañaba… Y Martita, con sus difíciles 19 años. Su rebeldía sin causa, su altanería, su forma de vestir, de contestar, de mirar, de desafiar, de entrar, de salir…

Martita estaba tirada en su cama boca arriba con la almohada apretada en el estómago. Y en la cabeza le daba vueltas cómo tenía que darles la noticia, cómo reaccionarían. Seguro que cuando les dijera que se iba, se pondrían felices… Bah, al menos ella. Del papá no estaba segura, pobre. Tal vez no le cayera muy bien. Pero él había hecho su vida y no le había preguntado qué opinaba. Ahora era su vida. Ellos le habían ofrecido el viaje, qué mejor momento que este para irse. Debía ser que “la bruja” la quería lejos. Aunque, en una de esas tenía razón, y de corazón quería que hiciera algo bueno para ella… Decía que la había pasado bárbaro tantos años en Estados Unidos… Y de paso la tendría fuera de órbita… Qué incertidumbre… ¿estaría haciendo bien? ¿Qué hubiera pensado su mamá? Cómo la extrañaba… Si hubiera podido hablar con ella al menos para preguntarle esto. Y Celina que quería hacer de madre. Sólo por estar casada con su papá… Qué… patética.

No la aguantaba. Era tan poco natural. Que cómo camina, que “mirá lo que te ponés”, “¿Te parece volver a esta hora?, tu papá estaba tan preocupado… no tenés derecho con todo lo que él hace por ustedes”… Y ella, ¿qué sabía? Si había aparecido de la nada un día hacía poco más de un año… ¿Qué sabía? Qué, ¿ahora lo conocía más que nosotros a papá?, ¿lo quería más que nosotros? Quién mejor que ella, Martita, conocía a su padre, sabía todo lo que había hecho por ellos… No aguantaba más, iba a explotar. Se quería ir, le haría bien. Sí, estaba segura de que iba a estar bueno.

Hacía mucho que no lo veía tan contento. Estos últimos meses se había apagado. Y ella, convencidísima de que la lejanía de Martita les iba a dar esa paz que anhelaba hacía tanto… No se podía engañar. Por más que se repitiera a sí misma que ese viaje era lo mejor para Martita, que lo que la motivó a alentarla es que quería para Martita la experiencia que ella había pasado, sabía que la quería lejos… Se sentía tan mala, tan celosa, tan posesiva. Sí, sí, ella. Celina, la abnegada esposa que había dejado su libertad, su mundo, su vida por enamorarse de un viudo con tres hijos adolescentes. Ella, la dulce, la generosa. Ella tenía estos sentimientos que no quería, que combatía. No la podía manejar, no la podía educar, no la podía moldear a su manera.

Si fuera su hija, no se pondría esas polleritas, seguro. Si fuera su hija, no contestaría de esa manera tan altanera, si fuera su hija seguro que esos chicos que traía no pisarían su casa. Si fuera su hija…flias ens 2
Se sentía como uno de esos personajes de cuento. ¿Se parecía a la madrastra de la Cenicienta, o a la de Blanca Nieves?… Jamás se le hubiera cruzado por la cabeza.

Y claro, esos personajes no habían salido de la nada, tenían sin dudas algo de real detrás de esa fachada caricaturesca. Eran mujeres que se habían casado con un señor que ya tenía hijos. Y veían a esos hijos, o en este caso, hijas, como una amenaza. No podían sentir ese amor de madre, porque no lo eran, y tenían que compartir ese gran amor que ellas sentían con otra persona que estaba allí desde antes que ellas hubieran aparecido. Sentían una competencia, una amenaza… Y un autor imaginativo se explayaba a partir de esa vivencia tan real.

Pasaba un poco por ahí lo que sentía. Pero ella no vivía en un cuento, esa era su realidad. No tenía malos sentimientos, claro. Quería mucho a su marido y a sus hijos.

Esa historia ya existía y era un pedazo del
hombre que ella amaba.

Y sí. Hacía mucho que no lo veía tan contento. Debía reconocer que se había apagado con la partida de Martita. Y sólo un día atrás, habían recibido la noticia. Los había llamado. Volvía. Seis meses habían sido suficientes. Extrañaba demasiado. Estaba bien, tranquila. Y contenta. Es que Manuel sonreía de verdad otra vez. Y le gustaba más así. Había vuelto a ser el mismo que conoció. El mismo del que se había enamorado. Un viudo con tres hijos adolescentes. Un padre. Un padre amoroso. Y eso le daba paz. Martita quería volver. Sería que no estaba todo tan mal. Era parte de Manuel. Era su hija mayor. Era parte de esa otra persona que había elegido para compartir su vida, y había partido inesperadamente. Celina tomaba conciencia de que no venía a reemplazar a nadie. Esa historia ya existía y era un pedazo de lo que era Manuel, el hombre que ella amaba.

El hombre al que amaba con sus tres hijos, con su historia, con sus costumbres, con su educación. Celina no podía moldear la rebeldía de Martita a su manera. Estos meses le habían servido para darse cuenta de muchas cosas. Su marido se había apagado cuando Martita se fue. La extrañaba. Ella había elegido a su compañero de vida con una experiencia de paternidad. El amor hacia sus hijos había sido parte de lo que la había conquistado.

Honrar, respetar y defender ese amor, era quererlo a él. Ese lugar le devolvía la paz. Honrar, respetar y defender el amor de Manuel por sus hijos, y a través de ese amor y desde ese lugar, les daría el suyo a ellos.

2 Respuestas a “¿Tengo que cuidar a los hijos de mi marido?”

  1. al ver a la madrastra de blanca nieves me chocò pero despuès me di cuenta de que es como muchas veces me he sentido y me siento.

    1. Hola Mara ¿cómo estás? Soy María Cornu Labat, la autora del artículo. Te agradezco mucho que hayas compartido algo tan íntimo como lo que sentís. Es gratificante enterarse que el mensaje que uno trata de transmitir le llega a los demás. De verdad, gracias.

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