¿Punto de llegada o de partida?

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Siempre a la búsqueda de profundizar el ida y vuelta, salimos a preguntar a algunos suscriptores. Aquí responde una pareja. Prefieren no publicar sus nombres. Entendemos.

[dropcap]L[/dropcap] a pregunta así, tan directa, nos cayó un poco de sorpresa y nos dio motivos para reflexionar porque se nos venían a la mente varias razones a favor y en contra de cada una de las opciones. ¿Punto de llegada… o de partida? Entonces nos dimos cuenta de que, si pretendiéramos elegir solamente una de las propuestas, no nos pondríamos de acuerdo.

Concluimos que la respuesta dependerá del momento del proyecto matrimonial en que nos encontremos como pareja. Para esto fuimos recorriendo nuestra historia personal y como pareja. En cada etapa encontramos diferentes argumentos.

Sentimos un poco de vértigo, aquello que
estaba tan lejos, ahora se acercaba a pasos
agigantados.

No somos un ejemplo; desde nuestro lugar, respondemos a esta pregunta y se los contamos. Bienvenidos todos los comentarios que puedan surgir. Nos vemos en facebook.

El punto de llegada

Apenas empezamos nuestro noviazgo, veíamos el casamiento como una lejana posibilidad. Recién estábamos conociéndonos y aprendiendo uno del otro. Juntos, casi sin darnos cuenta, crecíamos al mismo tiempo en el amor, en la comunicación, en el respeto y en la fe.

Al tiempo reconocimos que teníamos algo realmente muy bueno y decidimos dar un paso más: contraer el compromiso de compartir nuestras vidas para siempre, o sea, decidimos casarnos. Un poco de vértigo: aquello que estaba tan lejos, ahora se acercaba a pasos agigantados.

Desde ese momento, para nosotros el casamiento se convirtió en un punto de llegada para el cual queríamos estar preparados.

A nuestro alrededor, para nuestros padres y amigos, el que hubiéramos puesto fecha de casamiento era una alegría y, también, un punto de llegada. ¡Al fin se casan! Nos decían. Y muchos agregaban: «especialmente en estos tiempos en que es menos común que las parejas tomen esta decisión».

noviaEn el noviazgo, consciente o inconscientemente, construimos un «ideal de matrimonio»: tomábamos experiencias de los matrimonios conocidos. En primer lugar, teníamos por delante el de nuestros propios padres, íbamos rescatando lo bueno y descartando lo malo o, mejor dicho, lo que  queríamos y lo que no queríamos para nuestra familia.

Tuvimos cada vez charlas más profundas, qué era para uno y otro la fidelidad, qué lugar ocupa el trabajo en el proyecto y en la vida, y así seguíamos hablando del significado del amor, del respeto, nos confiábamos cuántos hijos queríamos tener y cómo queríamos que fuera su educación.

En ese sentido, nos resultó de gran ayuda un curso de preparación para el matrimonio. A través de las distintas sesiones, seguíamos escarbando más allá y nos preguntábamos de qué forma íbamos a cuidar a nuestros hijos, dónde íbamos a vivir, si los dos teníamos que trabajar, quién iba a manejar la plata y hasta a partir de qué monto de gasto debías consultarle a tu pareja.

Los dos estábamos y seguimos convencidos de que se hace camino al andar: por eso, no pretendíamos anticipar nada de lo que pasaría, pero queríamos sinceramente entender cuáles eran y son las ilusiones y expectativas del otro, y reconocer si estábamos / estamos tirando más o menos para el mismo lado.

Es un momento lindísimo donde arranca el
compromiso de hacer feliz a esa persona.

En esta etapa de preparación tomamos conciencia de que si bien el momento de casarnos era un punto de llegada, se convertía también en el inicio de una aventura juntos, con mucha incertidumbre y una única garantía: íbamos a tenernos el uno al otro para apoyarnos y caminar juntos.

Y… así llegamos al casamiento.

El punto de partida

Gracias a esta preparación logramos entrever que el casamiento marca el inicio del resto de nuestras vidas. Es un momento lindísimo donde arranca el compromiso de hacer feliz a la persona que queremos y formar juntos una familia. Nos casamos por la Iglesia porque los dos queríamos invitar a Jesús a compartir este compromiso y a acompañarnos en el camino.

Enseguida comprobamos que nada iba a ser totalmente previsible, que necesitábamos ser abiertos y flexibles a lo que la vida nos iba a ir presentando. Perdimos un primer embarazo, tuvimos cambios en los trabajos, surgieron algunos problemas en nuestras respectivas familias. Todo va sucediendo y poniendo un condimento único al camino, el de los dos.

Al releer eso de «sucediendo, poniendo…» me acuerdo de que alguna vez escuchamos que la vida es un gerundio continuado y así vemos que nuestro proyecto matrimonial está siempre en construcción. Lo vamos viviendo, caminando, encauzando, sufriendo, disfrutando y creando día tras día. Precibimos lo valioso que es nuestro matrimonio y que entre los dos estamos para cuidarlo.

El asunto es descubrir ¿cómo cuidarlo? Con algunos años de andadura nos animamos a destacar el diálogo que tenemos entre nosotros, que la relación se hace de a dos a pesar de que hay etapas en las que «otros invitados» acaparan nuestra atención. Por momentos son los hijos o los trabajos, otros proyectos, nuestras familias, la economía del hogar suelen ser las principales “distracciones”.

En medio de cualquiera de estas circunstancias, buscamos algunos momentos para estar “solos”, como sea. Si podemos salimos a comer, a caminar, a hacer algo que nos divierta, algún viajecito solos. En las
corridas del día a día es difícil, pero según nuestra experiencia y lo que vemos en varios matrimonios amigos, esos espacios a solas son indispensables para que la familia entera crezca feliz.

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COMO EL BUEN VINO
Alguna vez oímos que el matrimonio es como el buen vino.
A medida que el tiempo pasa se vuelve distinto, tiene más cuerpo, mejor color, más sabroso y, sobre todo, mucho mejor.
Por eso es necesario cuidarlo desde el origen y durante toda su guarda, hasta que llega el momento de beberlo.[/notification]

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