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¿Cómo seguir?
Después de la muerte del cónyuge es factible reconstruir y volver a encajar las piezas de los valores que fueron sembrados por los dos, aunque por momentos… parece una tarea colosal.
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[dropcap]J[/dropcap] uan no sólo fue mi esposo y el padre de mis cuatro hijos, sino también un compañero de ruta, mi amigo incondicional, mi cómplice, mi refugio y fortaleza. De un momento a otro me encontré empequeñecida, desprovista de todo, cuando la absolutamente inesperada muerte de Juan me sorprendió hace casi un año.
Entonces, lo cotidiano se transformó en inexorable. Desde el separar sólo una taza para calentar un café hasta completar con la palabra “viuda” los casilleros de estado civil en diferentes formularios.
Después del terretomo había que “flexibilizar lo intrascendente para ser firme en lo trascendental”, a estos conceptos recurro especialmente cuando se trata de tomar decisiones que son inherentes sólo a los padres desde su lugar de autoridad y desde su rol dentro de la familia.
Los hijos primero
Con Juan transitamos juntos un camino de consensos y disensos, logrando -diálogo de por medio- coincidir en las decisiones a tomar, sobre todo en relación a la educación de nuestros hijos. Límites y permisos fueron temas de conversación y de discusión, porque no siempre estuvimos de acuerdo, pero de a dos fuimos buscando la mejor alternativa.
Por una decisión compartida, él fue el único sostén económico familiar. Desde que nos casamos yo me dediqué a estar con los chicos y a estudiar.
La nueva situación me imponía un cambio y, gracias a una amiga, empecé a trabajar casi inmediatamente. Más allá de la incertidumbre y del profundo dolor, mi gran preocupación eran mis hijos, por eso temí que, después de la ausencia del papá, mi salida de casa pudiera verse como otro abandono.
Sin embargo, ellos se encargaron de demostrarme que no tenía que sobreprotegerlos, ni siquiera frente a semejante desafío, que son capaces de asimilar los cambios y de acomodarse a los nuevos escenarios.
Somos cinco
Ahora, los consulto, los hago partícipes de mis miedos, de mis dudas, de mis certezas. Formamos un equipo y una coraza fortaleció nuestros vínculos. Armamos entre los cinco, no sin esfuerzo, un nuevo proyecto de vida, guiándonos seguramente sobre los cimientos del anterior, pero diferente. En cuanto pude estar mentalmente de pie, organizamos un viaje de fin de semana, como un modo de hacer más tangible nuestra nueva realidad familiar, desde lo más simple: cinco pasajes, una mesa para cinco, nuevas fotos familiares…
A papá lo tenemos muy presente y charlamos sobre él,
recordamos anécdotas, descubrimos lo parecidos
que son los chicos en actitudes y estilos
y también nos permitimos
expresar nuestra angustia y nuestro dolor.
Mis hijos comenzaron a cobrar un inesperado y prudente protagonismo, tanto en sus propias vidas como en la vida familiar. Cada uno desde sus posibilidades y características asumió, por voluntad propia, determinadas tareas, con la única meta de allanar y facilitar el camino al resto.
La mayor, de 19 años, comenzó a buscar empleo y en momentos en que la angustia y el desconcierto me paralizaban, supo ser mi voz y mis manos para señalarme cómo seguir andando. Ella tomó las riendas de circunstancias en las que anteriormente yo no se lo hubiera permitido y probablemente ella no hubiera querido ni podido enfrentar.
El valor de tenernos
Nuestro nuevo proyecto de vida incluyó una mudanza. Cambiamos de casa y «un detalle» no menor: los abuelos se sumaron con una presencia fuerte y principal.
Otro de los puntos importantes -que aprendí a la fuerza- fue a delegar. Y recibí como respuesta una gran necesidad por parte de ellos de demostrarme que ahí están, dispuestos a colaborar incondicionalmente, entendiendo claramente las consecuencias «de la ausencia de una presencia tan fuerte» como la de su padre.
Los abrazos, los mimos,
el “te quiero” y el “cómo te sentís”
son ahora moneda corriente
en la intimidad de nuestra familia.
Cada uno, desde su lugar, me mira y me atraviesa con sus ojos para saber cómo me siento. Los abrazos, los mimos, el “te quiero” y el “cómo te sentís” son ahora moneda corriente en la intimidad de nuestra familia. Todo esto, sin que falten las discusiones y las típicas peleas entre hermanos, pero más allá de eso, a otro nivel, la incondicionalidad marca los caminos.
Para nosotros, el mayor valor es tenernos. De ahí surge el optimismo, el saber que a pesar de la dolorosa prueba que nos toca enfrentar, tenemos la oportunidad de ser felices.
A papá lo tenemos muy presente y charlamos sobre él, recordamos anécdotas, descubrimos lo parecidos que son los chicos en actitudes y estilos y también nos permitimos expresar nuestra angustia y nuestro dolor.