¿Coronavirus? o ¿filosofar en tiempos de Incertidumbre?

El dolor se presenta muchas veces como un despertador para las preguntas filosóficas. Bien puede decirse que el dolor es una manera incómoda de volvernos filósofos.

Dr. Mariano Asla – FCB Universidad Austral – masla@austral.edu.ar

Las preguntas filosóficas surgen —muchas veces— en situaciones difíciles como la pérdida de un ser querido, una enfermedad o algún otro sufrimiento hondo. Hoy nos encontramos todos colectivamente asaltados por los mismos interrogantes filosóficos, por verdaderos dilemas con los que la vida nos enfrenta.

Es momento de filosofar

De este modo, la discusión abstracta acerca de la naturaleza de la justicia se transforma en el dilema de tener que decidir cómo administrar recursos sanitarios escasos. La pregunta acerca de si existen bienes más importantes que la propia vida se transforma en la necesidad de encontrar fuerzas cada día para volver al hospital, como me decía un amigo mío médico. Y, finalmente, el interrogante sobre la naturaleza de la muerte se presenta como la necesidad de lidiar con la muerte de un ser querido o de prepararse para la propia.

[blockquote author=»» pull=»pullright»]Nos encontramos desorientados y revueltos. Algunos asustados, otros atravesados por el dolor, y muchos, solos.[/blockquote]

Hoy nos encontramos desorientados y revueltos. Algunos asustados, otros atravesados por el dolor, y muchos solos. Todo esto, además, se combina con una sensación de incertidumbre que nos provoca ansiedad y temor. Y no tenemos a donde huir… las distracciones son demasiado efímeras, y el activismo negacionista conduce a situaciones ridículas, como encontrarse apasionadamente entregado a reordenar la colección de estampillas cuando las primeras gotas del temporal ya golpean las ventanas.

[blockquote author=»» pull=»pullleft»]Mi punto es que no podemos negar la incertidumbre, volverle la cara como algo que no nos animamos a enfrentar. [/blockquote]

Con esto no quiero decir que haya que desatender el trabajo, ni las tareas cotidianas, ni las pequeñas alegrías de la vida familiar. Si lo hacemos el virus nos habrá robado la vida mucho antes de haber tenido siquiera la oportunidad de herirnos. Mi punto es que no podemos negar la incertidumbre, volverle la cara como algo que no nos animamos a enfrentar. Por el contrario, tenemos que mirarla a los ojos, habituarnos a ella como necesita un paciente habituarse al objeto de su fobia, o como hace una persona que saca adelante su vida a pesar de un dolor crónico. Sólo así podremos tener realismo y calma para buscar soluciones.

Lecciones de una crisis

Hoy vemos que una de las primeras lecciones que esta crisis nos enseña es la de mostrarnos que no estábamos preparados. No estábamos preparados en términos materiales pero tampoco psicológicos o espirituales.

Somos una generación débil, alejada de los rigores de las grandes guerras. No nos tocó tampoco vivir esas terribles hambrunas que se han dado en la historia. Yo, como muchos otros argentinos, soy nieto de inmigrantes, que se despidieron de sus familias (a las que en muchos nunca volvieron a ver) y fueron literalmente arrojados en una porción de llanura sobre la que edificaron sus pueblos y sus hogares y sus vidas. Eso los hizo más fuertes.

Somos una generación incapaz siquiera de lidiar con las frustraciones de la vida normal y cotidiana. Menciono dos signos, creo, suficientemente claros. El primero es la proliferación de los trastornos de la ansiedad y, de la mano de esto, el abuso de drogas prescriptas, que no es más que la medicalización encubierta de nuestra incapacidad de lidiar con las presiones. Otro capítulo, de dolor e impotencia, está en las adicciones.

¿Posmodernidad?

Pero tampoco estábamos preparados espiritualmente. La posmodernidad con toda su carga de relativismo había apostado a la deconstrucción de todas las certezas, a desmontar los dogmas religiosos y las evidencias filosóficas, a reírse de las certezas morales y de las convicciones políticas innegociables. Y entonces, sin razones profundas, sin nada decisivo quedaba el hedonismo, la distracción, el trasponer todos los límites imaginables. En boca de Baudrillard, después de haber andado y desandado todos los caminos, de haber probado todas las recetas y las antirecetas… ya no nos quedaba nada por transgredir y nos encontrábamos colectivamente ante la pregunta: ¿después de la orgía qué?

¿Transhumanismo?

Y entonces el coronavirus puso en jaque la hipertrofia del deseo y el culto a la seguridad y al control que eran considerados los ejes de una vida deseable. Una molécula puso al desnudo la falsa sensación de seguridad y de autosuficiencia que abrigábamos. No somos tan poderosos, ni tan autónomos, después de todo.

Yo he dedicado los últimos tres años de mi carrera a estudiar el transhumanismo, y me vi envuelto en discusiones acerca de si es lícito modificar nuestro genoma para potenciar nuestras capacidades naturales o si sería deseable extender la expectativa de vida de los hombres indefinidamente.

Hoy, los acontecimientos no podrían significar un mentís más doloroso a tantas promesas delirantes. Sucede que el dolor, como afirma Arne Johan Vetlesen quita al hombre de su pedestal, los des-ubica, y esto representa una oportunidad, pero también un riesgo.

En medio de la oscuridad, hay certezas

La primera certeza que tengo es que la humanidad va a salir de esto. No es el fin del mundo. Creo que el verdadero peligro no es el apocalipsis, sino que la crisis pase, como han pasado tantas otras, sin que hayamos aprendido algo de ella. El verdadero peligro es que, pasada la conmoción, el dolor de unos y el sacrificio de otros, haya sido en vano.

[blockquote author=»» pull=»normal»]El verdadero peligro no es el apocalipsis, sino que la crisis pase, como han pasado tantas otras, sin que hayamos aprendido algo de ella.[/blockquote]

Para que nada sea en vano, sugiero evitar algunas tentaciones.

  • La tentación de la pesadilla.

Añorar que todo pase. Despertarnos, frotarnos los ojos una mañana y que todo no haya sido más que un sueño espantoso pero irreal del que no quedan rastros después del desayuno.

  • Es la tentación de volver a la normalidad.

Resulta un poco mezquino estar más preocupado por no poder viajar que por el empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad. Esto equivaldría, hoy, a la nostalgia del asadito con amigos, no tengo nada en contra del asadito y quiero volver a ver pronto a mis amigos, simplemente, me parece que poner el eje en cuánto extrañamos la comodidad de la vida pasada puede ser un poco tacaño.

  • Desear que todo volviera a ser como en 2019

Como si ese año no hubieran muerto en África, sólo por poner un ejemplo, 90 mil personas de enfermedades como tuberculosis, HIV y polio, que en Europa y Estados Unidos hace tiempo tienen cura o tratamientos adecuados. En nuestra tierra, el dengue, el mal de Chagas y la sífilis constituyen nuestras propias vergüenzas. ¿A ese año queremos volver?

En lo personal, me duele que hoy me preocupe tanto la posibilidad de un estallido social… hoy que la seguridad de mi familia puede estar comprometida, cuando hasta el año pasado leer los índices de pobreza e indigencia no me causaba dolor o vergüenza. Creo que se podría hablar de cierta omisión de los “buenos”, de los que trabajamos honestamente, pagamos nuestros impuestos, pero no nos comprometemos más allá de nuestra familia.

Entre los buenos y los malos

Otro riesgo está en  aprovechar la coyuntura para hacer un nuevo ejercicio tranquilizador del maniqueísmo. Asumir que en el mundo hay sólo dos tipos de personas: los buenos y los malos, con nosotros, por supuesto, del lado correcto. No importa que uno se considere progresista, tolerante y libre pensador, o que se reconozca conservador, ortodoxo y amante de las buenas costumbres, lo importante es que la pertenencia a ese grupo nos da cierta sensación de superioridad moral. ¡Qué suerte que no soy como el otro, pobre, que es intelectualmente limitado o malo o ambas cosas!

Un mundo mejor es el que van a construir personas mejores, de izquierda y de derecha, ricos y pobres, si son capaces de salir de su zona de confort. Hoy, me viene a la mente, el ejemplo de mis exalumnos de los dos últimos de la carrera de medicina y de enfermería que en un número cercano a los 150 se anotaron como voluntarios para el Hospital Solidario Austral. Estos chicos y chicas, la mayor parte de ellos de clases medias o altas, se enlistan para ponerle el cuerpo a la lucha contra la enfermedad, dándonos un ejemplo que a mí me conmueve.

No fue el coronavirus

La primera conclusión que podría sacar es que el coronavirus no implica ninguna novedad, no causó la vulnerabilidad y la inseguridad de la vida humana simplemente las puso de manifiesto, bien que, de un modo espectacular.

Además, se podría decir es que a una incertidumbre tan radical y abarcadora sólo se puede oponer una certeza que sea pareja en profundidad y extensión. A la finitud, vulnerabilidad e inseguridad de la vida humana sólo puede responder proporcionadamente la confianza en un Dios Vivo y Verdadero, que no deja que uno sólo de nuestros cabellos se caiga en vano. No es posible encontrar otro fundamento para la convicción de que tanto mal puede ser ocasión de bienes mejores.

Luego, están las certezas de tipo moral, la convicción de que cuanto menos están las circunstancias en nuestras manos, tanto más debemos concentrarnos en nuestras actitudes ante ellas. Es la porción de verdad de la filosofía estoica.

Sólo personas dispuestas a luchar por ser más buenas podrán mañana trabajar por un mundo mejor.

 

Más reflexiones publicadas en: https://reporter.um.edu.uy/author/masla/

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