Somos lo que comemos

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La autora refleja qué siente, qué piensa una mujer cuando padece esta enfermedad. Nos cuenta qué pasa cuando el hambre tiene un efecto dominó

 

LORIS MARÍA BESTANI | PERIODISTA | LORISBESTANI@GMAIL.COM

 

[dropcap]S[/dropcap] omos lo que comemos. ¿Qué pasa entonces si le tenemos miedo a la comida porque creemos que nos afea? ¿Si  nos dijeron de muy pequeñas que para ser elegantes hay que tener hambre?
¿Si, foto que vemos de mujeres atractivas, imagen que revela a chicas esqueléticas?

anorLa comida nos espanta. Cualquier comida. Ya no distinguimos entre alimentos saludables y otros que no lo son. Los nutrientes que están en los alimentos propulsan nuestra energía, acicatean nuestro ánimo, revolucionan nuestra capacidad de crear y proyectar, nos ponen de pie cada mañana, nos estimulan a hacerle frente a la vida.

Pero en nosotras esos nutrientes brillan por su ausencia. Además, la falta de vitaminas nos opaca.  O nos lleva a una depresión cuya causa desconocemos. Que hasta puede matarnos.

Cuando se instala como ‘normal’ el hambre más primigenio, el del estómago, suele tener un correlato con otros hambres. El afectivo. El de la realización personal. El material. Y, por supuesto también, el espiritual. El agujero que soportamos estoicamente en la panza nos enseña que podemos aguantar cualquier tipo de agujero.

Y muchas veces ese otro agujero se transforma en maltrato. Hacia nosotras y de otros también. Ese vacío nos acostumbra a cancelar nuestros deseos más genuinos.

De trabajo, de gozo, de belleza, de construcción. Y de contención espiritual.

Dios es fuente de Vida. Somos vasos comunicantes, nuestro cuerpo es un sistema sin compartimentos estancos. Cuando la comida no circula, el cariño tampoco. La creatividad, esa fuerza con nuestro sello que hace diferente al mundo, se estanca.

Cuando la comida no circula, el cariño tampoco.
La creatividad se estanca y la confianza
disminuye o desaparece.

¿La confianza? Disminuye o desaparece. Confianza en Dios, confianza en el trabajo, confianza en la vida. Somos lo que comemos. O no somos lo que no comemos.

Un atropello primero hacia nosotras mismas, pero luego hacia los demás, que se pierden la contribución singular que vinimos a hacer a nuestro entorno.

¿Por qué no intentar algo distinto? ¿Por qué no pedir ayuda e ir, de la mano de alguien que nos sostenga al principio, a mirarle el rostro al «cuco» que es para nosotras la comida? Y que ese alguien nos anime a descubrir que donde nosotras vemos cucos, por creencias dañinas y a veces inconscientes, hay posibilidad de vida de la verdadera y de desarrollo. Después estaremos en condiciones de ser esa mujer de tonalidad única, similar a otras y sin embargo irrepetible, que estamos llamadas a ser.

 

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